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sábado, 26 de marzo de 2016

El hombre que alejaste de tu vida; el hombre Cabra.

ACTO V:


Todo se dividía por una cortina verde, una delicada cortina verde. Se ondulaba a causa de la tempestad, a causa del sonido a causa de todo: de los dos.

Ana María arramblaba con todo a su alrededor con su máquina de escribir: no escribía: condenaba:

“Te odio, te odio tanto, quisiera tener más fuerza y que el día no fuera ya acabarse para poder odiarte más, pero todo se acaba, se consume, se elimina de todo el resto que queda: del no odio. Este odio crece como crece todo lo que nos separa, como se ondula la cortina verde, como todo: como se dobla… te odio…”.

Se limpiaba la cara con un paño de papel húmedo y miraba la cortina esperando algo que realmente no quería esperar.

Del otro lado. Al otro lado de la maldita cortina verde, un hombre frente a una pared ardía con sudores y dolores: dolor de dolor, dolores de coraje de odio y de decepción.
Marco cogió una lata de pintura negra, sumergió su mano hasta llegar a su muñeca y la contempló antes de lanzarla contra la blanca pared.

Dibujaba: hace tiempo que no dibujaba, hace mucho que no se dedicaba a pintar, lo que sea que antes hiciera: algo de todo lo que el amaba aparte de amar a Ana María.
¿Qué culpa tiene la cortina verde? ¡Nada! ¿Qué culpa tiene la cortina que se ondula por culpa del tormento de la ira, del dolor del dolor y del odio que se hacía y se revolvía y que a veces se iba por el váter cuando Marco iba a vomitar?
¡Nada!

María hacía tales manifiestos que herían todo a su alrededor.
Marco, por su parte, hacía un rostro enfermo y demoniaco en la pared blanca; le ponía cuello, brazos pecho, pene…
María esperaba que todo pasara, que animara el dolor: que se fuera por la ventana que había dejado abierta: porque uno no sabe por dónde va querer salir éste cuando se dé cuenta de que las cosas cuando se tratan de manera humana son más fáciles de consumir que una botella de alcohol.
Pero no se iba. No hacía nada. Es más. Le habían salido patas: seis. Antenas y un cuerpo como de cucaracha: la envolvía, se paseaba por su cuerpo y miraba lo que conjuraba por el teclado de su maquina de escribir:

“nadie te dijo que volvieras, nadie te dijo si quiera llegarás, eres como la tempestad que se aproxima y que oscurece el cielo de cualquier lugar, truenos, truenos, rayos y luces que se abalanzan contra la tierra muerta de miedo: rayos, truenos y centellas, de verde, azul y blanco. Un blanco chillante, molesto, horrible, que ciega y que atemoriza: y de rojo… un rojo que va envenenando todo: plantas, animales, lugares, yo: te temo…”.

Ana María, anegada en su tempestad, en su huracán, no sintió la llegada de los ojos de la bestia, de los pelos, de la onda oscura que salía detrás de la cortina verde que desfallecía y, que si no fuera por haber estado bien amarrada ya se hubiera caído dejando a la luz de la tempestead y rayos: los ojos de ese hombre que se reía sobre la pared.

Marco tomó todo de él: todo lo que pertenecía por naturaleza y eternidad propia: sus latas, sus botes, sus lazos, pinceles, brochas, trapos, una caja de madera donde guardaba, unas revistas. Si hubiera sido por él. Habría tomado, no, más bien hubiera arrebatado de todo el lugar el tiempo que dejó ahí, pero el tiempo no se puede medir ni se puede guardar, ni mucho menos arrebatar...
El ojo del huracán había llegado. Anna María no sintió la salida de Marco. Solo cuando se aproximó a la cortina verde, descubrió el horrible hombre dibujado sobre la blanca pared: un hombre cautivante, lo mejor que había pintado marco en años, en su vida: una facciones atrapantes, bien dibujadas, desnudo, viril…

Anna María se llevó las manos a la cara y pegó un grito tan fuerte que si hubieran existido pájaros en su cabello revuelto, éstos habrían volado espantados por toda la habitación. Buscó los trapos, los trastos, los pinceles y lo que fuera él; pero no halló nada, más que al hombre en la pared, que parecía incitarla a todo: Con ese par de patas de cabra la invitaba a todo lo que fuera posible, hubiera cedido al deseo: a la horrible fornicación con la cabra; a la búsqueda de Marco. Pero recordó que el huracán la seguía a ella, y que por más que lo intentara, el hubiera nunca habría de existir.

“hay demonios que vienen en forma de tormentas, otros en forma de hombres”.
 
A.L

sábado, 17 de octubre de 2015

Café con deslactosada.

cafebrujula

- La leche normal me pone mal, muy mal.

Detrás de la barra, los dependientes vestidos todos uniformados de playera negra y gorra, movían trastos y sonreían parcial y pedantemente.

- De verda que la leche normal me va muy mal.

El cajero sonrió nervioso más que cortes, y es que sí:

- No es que yo sea una persona especial o remilgosa; no, la leche de vaca, de cabra, de burro o de toro me va mal. Me entra una agrura pesa, como beber brandi por las mañanas, y eso de beber por las mañanas no me pesa, ya sea brandi o ginebra; no me asusta el estomago tanto como la leche… y qué decir de la diarrea, huy no: se me suelta como una bola de estambre dejada a la de Dios, en las patas de un gato, así de fuerte, así de pesao

- Será entonces deslactosada, ¿algo más?

- media carga, el café de aquí es muy fuerte, me trae un amargo que me extraña, no es que no me guste el café amargo, es solo que el sabor es un poco desorbitante además…

- Será media entonces.

- Aja.

Veintiocho con setenta, y el joven lanzó mi comanda, mientras se me clava mirándome pasiva e insistentemente.

- ¿Qué cuánto?

-  Veintiocho con setenta.

- Traigo treinta.

Luego alzó los hombros y tomó el dinero, “que le doy cambio”, y luego el sonido de la caja al abrirse y cerrarse.

Saboreé el café de manera autómata, y es que en un lugar lleno de gente con café en boca o mano me sentía un poco fuera de lugar, como extraño, más de lo normal. ¿Una cafetería y yo sin café? Era tan extraño como una puta que no sabe mamar: puede existir el caso, cómo no, por más extraño que suene puede existir; y así de raro me sentía.

Era yo la puta que no sabía mamar en la cafetería, mis manos me comían ya por tener mi vaso de café y no sentirme tan puta; supongo que el dependiente descubrió mi putes tan desbordante, y respondió mi ahogado grito de ayuda.

- Su café va salir en un momento, joven, que si gusta puede llenar el cupón canjeable mientras espera.

Era, es, bueno, era más confrontable ser un rellenador de cupones a una puta.

GRACIAS POR SUS DIEZ COMPRAS!

CANJEA ESTE CUPÓN POR UNA BEBIDA GRATIS,
CUANDO GUSTES O CUANDO TE PLASCA, QUE VA SIENDO LO MISMO

ATT. CAFETERÍA MAYOR.

Rellenar con datos verosímiles o reales, es cosa compleja, para mí, uno que es escritor y que siempre firma con pseudónimo hasta las para colocar anuncios de citas en revistas porno, siempre se le va la brocha cuando tiene que caer al mundo donde tu nombre real sobrepesa ante todo lo demá.

Cómo adoro al tipo de hombre que llega siempre a rescatarme: el dependiente cogió el cupón y amablemente conjuró.

- Solo debe poner su nombre y su móvil para registrar el cupón.

Me asomé dubitativo a la barra. Conjurar la simple pregunta de saber si tengo que dar mi nombre real me convence que el mundo no está destinado a ser alguien más dentro de alguien más, salvo si eres medio trans o medio puta en una cafetería

- ¿A caso carga otro nombre señor?

Luego de una breve pero intensa explicación del por qué mi segundo nombre al dependiente, éste optó por sonreír, no con la boca sino con los ojos, una sonrisa que solo se puede ver al momento y que no se sabe describir a ciencia cierta.

- ¡Ah! ¿Así que usted es escritor?

- Es mejor que ser puta.

Decidí dar el falso nombre a respuesta de su poca gana de saber sobre mi sentimiento putesco.

- “Alfonzo, Alfonzo Lacruz”

- ¿Junto?

- “Alfonzo” separao, “Lacruz” junto.

Rellenamos un cupón extra, pues anotó “Alfonzo” con “s” y no con “z”, hay Alfonzos con “s” pero el mío es con “z”; tampoco es una gran calamidad desde un punto de vista normal, pero para mi lo es, uno que vive y muere de letras, que te anoten en un cupón canjeable mal tu nombre, es como que te llamen puta en una iglesia.

- ¿Móvil?

- 743…245...9669.

Entonces el dependiente suspiró largo y parsimoniosamente, sonrió al entregarme mi vaso de café con leche.

- ¿Media carga?

- Media.

- ¿Deslactosaá?

- ¡Deslactosaá, media carga, y tibio!

Agradezco enormemente que él me aliviara, en su momento mi agobio de ser una puta con problemas orales; no juzgo a las putas, no. Pero es realmente estresante serlo sin tener noción alguna de cómo serlo.

No pienso volver a ese café.

Afuera hacía frío, y la tarde ya había caído sobre mi putesca vida y café.

martes, 21 de julio de 2015

Allá, donde pensé que tenía el corazón. Cebollas rojas.

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Sí, yo lo maté. Hubiera querido matarlo de amor, pero no fue así. ¿Que por qué no fue así? No lo sé, solo él lo sabe y el secreto se lo llevó a la tumba.

Anoche él estaba viendo la tv, sí, me acuerdo muy bien. Estaba desparramado en el sillón, con los pies descalzados y la cara menos chapeada, se le notaba más tranquilo, más relajao; como en ese momento donde ya me dice “vente para acá”, y yo dejo lo que estoy haciendo y me siento a un lado – su lado. Y me abraza mientras me cuenta de qué trata la novela o lo que está mirando. O ya a veces solo me le pego y me abraza, hasta que me agarra el sueño. Pero hay que estar ahí.

Pero anoche así no fue, nomás él estaba en el sillón, esperando el aviso a que pasara ya a comer a la cocina. Que tenía que ser pronto, si es que no: ya. Pero yo andaba todo idiota en el baño, con la cara hecha un rompecabezas desbaratao.

Y es que esa noche, no sé qué le picó. A saber qué se le metió por la cabeza. Disque según yo andaba viéndome con alguien más. Qué sé yo. Pero cuando llegó a la casa –su casa ¿eh? Cuando gusten. Y no vio ni la mesa puesta ni ná para comer, me desmadró de un golpe, bueno, de uno y luego de otro.

Qué te pasa, le dije, ay no me pegues. Pero no me escuchaba. Como de mentira ¿no? De que entre dos hombres, uno de ellos ni se defienda, pero, cómo iba yo a defenderme en las condiciones en las que estoy. Bueno, me dijo hasta de lo que iba a morir, que no servía yo para ná.

Nada más me cubrí la cara y le dije, sí gordo, pero ya no me pegues. Luego se calmó, me maldijo un ratico más, y amenazó con partirme lo demás, si no había algo preparado a la voz de ya, pero yo estaba en el lavabo, les digo. Desangrándome y mirando mi medio reflejo en el agua roja; porque en el espejo era seguro que no me iba reconocer. Me palpé los ojos: sí, aún los tengo. Los dientes: toditos de milagro, todo el resto bien madreado.

¿Eh? Ah, sí, luego oí su voz, su bonita y bronca voz… ay, cómo extraño su voz. Me dijo ya tengo hambre, y yo le respondí –sin que se diera por enterado que había yo llorado: ya, ya voy.

Y me fui a la cocina.

A terminar de cortar las cebollas.

Pasando un rato él llegó bien cabreado, me dijo que no quería verme ahí nada más como adorno, que parecía tapia, que para eso él se rompía el lomo y yo como changuito cilíndrelo, pidiendo dinero nada más. Le dije sí, sí gordo, y mientras se sentaba le puse su plató con su tapa enfrente; y les juro que ya estaba por echarme para atrás, de solo sentir como me seguía con sus ojos de pistola. Le ayudé a ponerse la servilleta en el cuello de la camisa, mientras él se recogía las mangas. Le di la espalda y continué cortando mis cebollas.

Sé que alzó la tapa de su plato, porque si no la hubiera alzado no se habría dado cuenta que en vez de su esperada comida, había un montón de gasas, algodones con alcohol, y un frasco de thrombocid .

Azotó los cubierto, tiró de su cuello la servillata, y se aproximó a mí así bien enojaó, casi rojo.

En ese momento no sé qué tanta fue la fe que le tomé a las cebollas.

No recuerdo qué gritó antes de que me prendiera de los cabellos, creo que fue “Ah pero hasta payaso me salió el chamaco”, no sé; pero antes de que me pegara, agarré el cuchillo cebollero y se lo hundí, ahí, donde pensé que tenía el corazón. Se lo hundí hasta que mis dedos toparon con su camisa blanca. No gritó, solo dio un bostezo largo, y lentamente fue bajando las manos, pero sin quitarme sus ojos negros de encima. Me acuerdo que se tambaleó al intentar lanzarme un golpe, pero ya tan poca fuerza cargaba que solo alcanzó a rosarme la mejilla, como cuando me acariciaba. Ay, como recuerdo cuando se ponía romántico… después, solito llegó a sentarse de nuevo en la silla y ahí se quedó, mirándome un largo rato, hasta que parecía que lo hacía, pero ya no me miraba. Hubo un largo rato de silencio, antes de que me le acercara a sacarle el cuchillo; lavé el suelo, quité su plato y cubiertos, puesto que ya no iba a comer.

Y bueno, como ya no había otra cosa qué hacer, hasta que ustedes llegaran, me dedique a terminar lo que hacía antes de que mi gordo apareciera: cortar las cebollas.