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jueves, 28 de mayo de 2015

Los compañeros perfectos. Mudanzas.

Luego después de que Carlos dejó la casa, luego después de que fue recogiendo sus cosas paulatinamente: de cajas en cajas: unos días se encontraba con la casa sola, y otras, cuando el Charly estaba ahí; éste se sentaba en el sillón de su propiedad y jugaba con una pelota de espuma, mientras miraba como Gostavo, Archivaldo y Leocadio ayudaban a la mudanza de Carlos.

A veces, miraba de reojo hacía el cuarto, no para ver que se fueran a robar algo que no fuera de él; sino para imaginar que Carlos regresaría corriendo y le dijera que todo era una broma; una broma de muy mal gusto. Pero cuando se dio cuenta que ya solo había quedado la casa con sus cosas: pocas cosas: cosas de cuando aún vivía con sus padres.

Regresaba del trabajo, y unas veces más, anunciaba su ya clásico, ya llegué chaparro, pero el chaparro ya se había dado a la huida con todo y sus ocho cajas de libros, tres muebles de madera que el mismo pintó, docenas de cuadros y fotografías enmarcadas, una caja llena de peluches, la tetera vintage, su colección de monitos de goma, sus libretas y su ropa.
La casa ya perdía periódicamente su olor a canela, albahaca, tomillo y sudor.

En la cocina halló una nota escrita en un pedazo de papel; papel que cogió y antes de leerlo, lo olió. Alcanfor.
Se sentó para poder darse comodidad de leer cada una de sus palabras cursivas; siempre había detestado su caligrafía de doctor, pero esta vez, la añoraba, se le retorcía el estomago de solo ver las retorcidas palabras. Carlos le había escrito una última nota.

Querido Carlos (Porque también se llamaba así) la siguiente semana salgo a Barcelona, la mudanza tendrá que esperar. Por favor, deja en un lugar a la vista, mi camiseta amarilla, porque sé que la escondiste para que yo te la pida…
Como veo que ya te sanaste del estomago dejé un toper con frijoles y huevo picado, cómelos para que pueda yo llevarme esos trastos.
Me llevaré el frigorífico porque me lo regalaste en el día de las madres.

Atentamente. El otro Carlos.

Y al final una firma espantosamente grande y la fecha.

El Charly ya extrañaba sus comidas raras: sus ejotes con soya, sus huevos con papa y berenjena…
Metió en el horno el plato y esperó a terminar los segundos, calentó tortillas de hace una semana, se sirvió agua de ciruela y se sentó a comer una comida rancia en la mesita para dos, que ya ahora se le comenzaba a hacer inmensamente grande.

Los frijoles ya estaban acedos, la tortilla dura, los huevos secos y el agua de sabor muy agria.
Ya extrañaba sus escándalos a media noche por decir que una rata se había metido a la cocina, porque el vecino había pisado su maceta de cempasúchil, porque le habían gritado enano por la calle, porque creía ver rostros en el techo cuando Charly se le encimaba para hacerle cosas… ya extrañaba su comida pésima, las lecturas de cuentos espantosos a las tres antes de meridiano, la abstinencia sexual, las uñas de sus pies que se le enterraban en los muslos.

El Chaly eructó en señal de que los frijoles ya le estaban cayendo mal, se levantó y fue a la cama; bajo el colchón sacó la camiseta amarilla de Carlos.

Se metió al baño, se sentó en el váter, y oliendo lo último que le quedaba de la mescla de mugre, canela y albahaca que siempre acompañaba a Carlos; el Charly de nuevo se puso a llorar y cagar.               

sábado, 16 de mayo de 2015

Con el mismo popote.

 

En el marco del día mundial de la lucha contra la homofobia, el Ornito-rrinco se pone de gala una vez más. Pero no para hablar de una manera graciosa o vulgar, sino para tocar un tema serio, se necesitan letras serias.

¡Al diablo las palabras pucha, culo… o verga! Esta vez no me las pondré en la boca.

Y como no hallo relato propio para hacerlo, os contaré uno ajeno.

Comer con el mismo popote.

Yo tenía un amigo; un pequeño ornitorrinco de apenas 16 años. Cuando decidió salir de su madriguera, lo quiso hacer a lo grande; y para antes de que se dieran cuenta, ya tenía más amigos “Rosas” de los que pueden imaginar.

Lo llenaron de cosas nuevas, de un nuevo que no tenía ni pies ni cabeza; más bien dicho, era como poner el ojo dentro de un gran caleidoscopio; pero lo que nunca imaginó, es que si lo percibía por un largo tiempo, le provocaría nauseas.

En ese entonces, conoció a Ángel, su primer amor: hermoso como una concha de mar y sexy como una oferta en la central; y el hecho de saber que los dos comían arroz, lo enloquecería, pensaba: ¿Y por qué no comer los dos con el mismo popote?

Lo que no sabía, era que entre los “rosas” se comían, una antropofagia debido al hambre provocada por los celos, las envidias, los miedos y claro está el odio hacía ellos mismos. ¿Cómo se puede ser homófobo siendo lo que son? Se preguntaba.

Se enteró muy tarde de que los “rosas” son igual o más homofóbicos que los “otros”; que también son machistas, clasistas, y con un rango de selectividad que va más allá de lo casual.

“Que si eres loca, eres pasiva; que si eres fea eres menos, que si eres gorda…que si no llevas acampanados con ajuste en las nalgas no estás a la moda…”

Todo eso los encerraba en un estereotipo que ellos mismos, condenaban.

¿Cómo era eso posible? ¿Por qué los “rosas” tienen que burlarse de los otros “rosas”? cuando ellos mismos realizan las mismas acciones que los condenados. ¿Por qué? ¿Doble moral? ¿Ceguera conveniente?

Tristemente igual conoció la marginación, la desilusión de saber que los ornitorrincos rosas, no se parecían en nada a los dibujitos de Ralf König, o los relatos de un servidor; no, todo era la vida misma, la vida gris y real de una sociedad llena de tantos miedos como cualquier humano.

Pasaron muchos años y mi amigo optó por permanecer neutral, por no formar parte de ese estereotipo, y de igual manera a RESPETAR a los que vivían en éste. Ahora apoya y respeta a todos; sean pasivas, activas, intermedias, tortillas, tlayudas y mallates.

Me dijo un día que el combatir la homofobia no solo era contra los ornitorrincos “azules”, sino también con ellos mismos.

Así que amigos; bugas, jotas, machorras, locas y transgénericos, no creemos un estigma en contra unos, más bien, hay que erradicarlo, dentro y fuera de uno mismo: ayudar, compartir y valorar, porque si aprendemos a ser más humanos e igualitarios incluso podemos erradicar el hambre, porque si el plato de arroz es basto, hasta dos pueden comer con el mismo popote.

Alfonzo Lacruz.

sábado, 9 de mayo de 2015

Mi mamá canta muy bonito.

Mis padres tienen carácter fuerte, cada uno se hace respetar en su ámbito de responsabilidades, en los casos en donde sus actividades se unen, en la mayoría de las veces concilian, pero cuando esto no sucede  el aire se enrarece y se pueden ver rayos, relámpagos y una que otra centella.
Como después de toda tormenta, cuando ésta termina el aire es más limpio, las hojas, flores y frutos de las plantas se fijan y brillan más. Las sonrisas se contagian. Hasta las cosas inanimadas cobran vida acercándonos a un ambiente fantástico y paradisiaco. En un pueblo esto es más visible, como nos sucedió el 13 de junio de 1964. Era aproximadamente el medio día, mi papá tenía escasos minutos de haber regresado, asoleado del campo. Mi mamá termina de cantar una canción la cual no identifico; en esos tiempos le gustaba cantar.
Deja la escoba donde siempre, pasa frente a nosotros, sin vernos, le dice a mi papá: Israel, atiza la lumbre para que se cueza el caldo mientras lavo la ropa.  Cuando termine de lavar comemos. Mi papá deshoja y yo desgrano maíz. Mi mamá le echa agua a la ropa colocada por ella misma en la batea que mi papá le labró en madera de huanacaste. A la ropa le unta jabón negro, la friega un poco. Cobijada por la sombra del árbol de almendra inicia una canción. Mi papá y yo la vemos desde el  corredor, él toma la mazorca, le hunde el deshojador, sus ojos brillan, sonríe, mira sin ver, escucha  atento no sé si a la canción o a  la voz. Ella canta, lava. A la ropa le machuca bolita, del gabazo de la bolita hace estropajo y la refriega en la ropa. Mi papá deshoja, avienta las mazorcas, algunas caen dentro de la vasija, dirige su vista a mi mamá o a otra parte sin mirar, yo desgrano, no veo dónde cae el maíz. Mi mamá canta. El corredor se puebla de gallinas, no cabe una más, el gallinero completo hace su agosto y nosotros embelesados...

Sé que los pollitos pío, las gallinas cacaraquean y los gallos cantan, pero no los oigo. Nuestros perros, Labis y Canica, echados contemplan. Mi mamá enjuaga, abre el papel estraza y esparce suavemente el añil en el agua donde está la ropa blanca, sus movimientos ahora son delicados, para mí que con el polvo azul recuerda a su pueblo, Niltepec. Ha pasado un poco más de una hora, ella ahora canta “por un caminito” de Leo Dan, no nos ve, exprime, sacude la ropa, la tiende y deja de cantar, mi papá despierta de su fascinación, recuesta la espalda en la silla. ¡Las gallinas, espanta las gallinas!, me dice. Corre al fogón a atizar la lumbre. El animalero sale volando en todas direcciones, él regresa, me dice al oído, ve a soplar la lumbre mientras la entretengo.

Mi mamá se seca las manos en el mandil, desde su sombra, antes de entrar al corredor nos dice: ¡Ya debe estar el caldo, ahorita comemos! mi papá y yo ampliamos la órbita de nuestros ojos e intercambiamos una sonrisa de complicidad.  

Ernesto Toledo Grapain