Luego
después de que Carlos dejó la casa, luego después de que fue recogiendo sus
cosas paulatinamente: de cajas en cajas: unos días se encontraba con la casa
sola, y otras, cuando el Charly estaba ahí; éste se sentaba en el sillón de su
propiedad y jugaba con una pelota de espuma, mientras miraba como Gostavo,
Archivaldo y Leocadio ayudaban a la mudanza de Carlos.
A
veces, miraba de reojo hacía el cuarto, no para ver que se fueran a robar algo
que no fuera de él; sino para imaginar que Carlos regresaría corriendo y le dijera
que todo era una broma; una broma de muy mal gusto. Pero cuando se dio cuenta
que ya solo había quedado la casa con sus cosas: pocas cosas: cosas de cuando
aún vivía con sus padres.
Regresaba
del trabajo, y unas veces más, anunciaba su ya clásico, ya llegué chaparro,
pero el chaparro ya se había dado a la huida con todo y sus ocho cajas de
libros, tres muebles de madera que el mismo pintó, docenas de cuadros y
fotografías enmarcadas, una caja llena de peluches, la tetera vintage, su
colección de monitos de goma, sus libretas y su ropa.
La
casa ya perdía periódicamente su olor a canela, albahaca, tomillo y sudor.
En
la cocina halló una nota escrita en un pedazo de papel; papel que cogió y antes
de leerlo, lo olió. Alcanfor.
Se
sentó para poder darse comodidad de leer cada una de sus palabras cursivas;
siempre había detestado su caligrafía de doctor, pero esta vez, la añoraba, se
le retorcía el estomago de solo ver las retorcidas palabras. Carlos le había
escrito una última nota.
Querido Carlos (Porque
también se llamaba así) la siguiente
semana salgo a Barcelona, la mudanza tendrá que esperar. Por favor, deja en un
lugar a la vista, mi camiseta amarilla, porque sé que la escondiste para que yo
te la pida…
Como veo que ya te sanaste
del estomago dejé un toper con frijoles y huevo picado, cómelos para que pueda
yo llevarme esos trastos.
Me llevaré el frigorífico
porque me lo regalaste en el día de las madres.
Atentamente. El otro Carlos.
Y
al final una firma espantosamente grande y la fecha.
El
Charly ya extrañaba sus comidas raras: sus ejotes con soya, sus huevos con papa
y berenjena…
Metió
en el horno el plato y esperó a terminar los segundos, calentó tortillas de hace
una semana, se sirvió agua de ciruela y se sentó a comer una comida rancia en
la mesita para dos, que ya ahora se le comenzaba a hacer inmensamente grande.
Los
frijoles ya estaban acedos, la tortilla dura, los huevos secos y el agua de
sabor muy agria.
Ya
extrañaba sus escándalos a media noche por decir que una rata se había metido a
la cocina, porque el vecino había pisado su maceta de cempasúchil, porque le
habían gritado enano por la calle, porque creía ver rostros en el techo cuando
Charly se le encimaba para hacerle cosas… ya extrañaba su comida pésima, las
lecturas de cuentos espantosos a las tres antes de meridiano, la abstinencia
sexual, las uñas de sus pies que se le enterraban en los muslos.
El
Chaly eructó en señal de que los frijoles ya le estaban cayendo mal, se levantó
y fue a la cama; bajo el colchón sacó la camiseta amarilla de Carlos.
Se
metió al baño, se sentó en el váter, y oliendo lo último que le quedaba de la
mescla de mugre, canela y albahaca que siempre acompañaba a Carlos; el Charly
de nuevo se puso a llorar y cagar.
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