“Chanclas, guaraches y sandalias: todo para la mujer fresca”.
Fue la primera de las señales que precederían a la catástrofe del fin y comienzo del mundo.
“Levántate, ponte los tacones y aplasta la tristeza”.
Leía sobre un cartelón de una tienda para ropa de mujer, de esa ropa económica pero de gusto exquisito: con trescientos conseguías dos mudas incluyendo accesorios de plástico del bueno.
“Ponte tanga”.
Otro anuncio y le pasaron cosas radicales por la cabella.
A unos pasos, un maniquí posando con una estática sonrisa decía.
“Nada como un Chanel para sentirse respetada”.
Entraron todas esas frases súbitamente. Como si fuera bombardeado por un estilo de vida que jamás había visto o imaginado…
Encendiendo la punta de dinamita comenzando la quemanzón y así la cuenta regresiva.
“Promesas: las mujeres tamos hechas de joyas, cremas y promesas”.
Y a cada paso se sentía menos real, menos humano, miserable, desfuerzado. Claro: sus pasos no producían en mismo magnetismo que si llevara un par de tacones altos.
Se miró en el reflejo de uno de los tantos y tantos escaparates. Blandengue, piltrafo, micerablo: nada de nada.
Desesperado, captó otra señal que le decía.
“Una como mujer tiene dos cosas que la distinguen de otras mujeres: los sentimientos y un buen lápiz labial”.
Volvió al reflejo. Miró sus pies, subió a las rodillas, tocó su pusilánime pito, subió hasta su rostro y dijo no.
Enloquecido. Ya embargado de esas palabras locas, maquilladas y perfumadas, trató de huir, pero al final de esa larga calle se toó con su demonio. Tentación de tentaciones: lo miró, se miraron. Y supieron que ya no había más camino por dónde escapar.
Y al verlo ahí: rojo, oscilando, con la parte de la falda semitableado, supo que sería para él.
Entró a la tienda desesperadamente, como si detrás suyo una parvada de cuervos amenazaran con sacarle los piojos.
Me lo llevo, dijo, sacó un billete de doscientos, le dieron cincuenta de cambio. Plástico o papel, preguntó la dependiente, no, me lo llevo puesto, dijo contestó; al momento en que cogía un par de tacones que ya de cerca le habían dicho. Llévanos, somos tuyos. Llegó al probador y ahí inició la metamorfosis:
La destrucción del universo y la reorganización de éste en base a las nuevas leyes que él implantaba.
Sintió que el cabello le crecía, se le teñía de rojo y se ondulaba, que los labios se le engrosaban; y que las pestañas y cejas dejaban de ser artilugios humanos, y todo lo mundano de él pasaba ser dotes de una Diosa…
Al salir a la calle, ya no era quien antes era. Artemio.
Sino era quien ahora era. Causando caos y destrucción a su paso. Era.
Avanzó con paso magno, rozando sus muslos con su vertiginoso vestido de chifón rojo.
Y antes de abandonar esa calle de tiendas de ropa y accesorios para mujer, miró un espectacular colgado de un edificio; donde, una hermosa mujer como él, posando con las manos en la cintura le decía.
“Si vez a un hombre vestido de mujer, no lo juzgues, no está loco… solo busca la perfección”.
A.L
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